domingo, 18 de enero de 2009

Realidades paralelas


Mañana de invierno en Los Altos. El frío es tolerable con chamarras y otras prendas especialmente diseñadas para estas temperaturas, pero sin ellas cala el rostro, las manos, los huesos.

Son las ocho y media de la mañana del martes 13 de enero y el equipo de Seguridad Alimentaria del Centro de Desarrollo Comunitario, de la Fundación León XIII en San Cristóbal de Las Casas, se prepara para un viaje de varias horas rumbo a la comunidad de San Miguel en el municipio, El Bosque.

Para llegar ahí, Elizabeth, Alfonso, Marcelino y yo habremos de pasar por San Juan Chamula, San Andrés Larraínzar, San Cayetano, Tres Puentes y Puerto Caté. Yo estoy aquí para documentar en foto fija y en vídeo el trabajo que realiza la Fundación en las distintas comunidades a las que atiende.

Desde que salimos de San Cristóbal, las carreteras, están en malas condiciones. No sólo hay pocas señales, el mantenimiento es pobre, los hundimientos son frecuentes, los topes son la única defensa de las comunidades contra los excesos de los automovilistas que, sin el menor cuidado, exceden los límites de velocidad y hay tramos enteros de carretera que, por el efecto de la lluvia, los deslaves y las inundaciones, han desaparecido para ser sustituidos por terracería.

Durante el recorrido, tomo fotografías del paisaje y de las personas. Conozco así una realidad paralela, siempre presente, a la que no siempre le prestamos la atención que merece.

Mientras fotografiaba, recordé mi libro de geografía de Chiapas. En sus páginas—recordaba—aparecían imágenes de paisajes con mucha variedad de maderos; hoy sólo quedan algunos, pues la tala inmoderada ha devastado la zona.

Además, por falta de recursos económicos la población aún utiliza la madera para alimentar los fogones con los que mantienen cálido el hogar y cocinan los alimentos.

Las nubes cerraban el cielo y el aire frío cortaba los rostros y las manos de quien se atreviera a enfrentarlo. A nuestro paso, mujeres y niños acarreaban, en incesantes caminatas, en ocasiones descalzos, leña, agua y otros productos de las tiendas a sus casas y viceversa. Sus cuerpos parecían, en medio de la densa neblina, fantasmas.

Puerto Caté, es un puerto interior, una suerte de exclusa que comunica a Las Cañadas del norte de Chiapas con Los Altos. No es más que una multitud de tiendas de distintas cosas, organizadas en torno a un círculo imaginario en el que varios autos de distinto tipo cargan o descargan mercancías, pasajeros, información sobre el camino y el clima.

Bajé de la camioneta, hice algunos disparos con la cámara, hasta que unos jóvenes gritaron que dejara de tomar fotografías, porque me quitarían la cámara. En ese lugar, decían, hay presencia militar y nos quitarían las cámaras. Subí a la camioneta y continuamos el camino hacia San Miguel.

Al llegar a San Miguel, el equipo de Seguridad Alimentaria de la Fundación León XIII bajó con las bolsas de juguetes y dulces que repartirían a los niños después de que sus padres tomaran un taller de cultivo de hortalizas en espacios reducidos.

Descendimos muchos metros hasta llegar a la casa de don Joaquín González Ruiz, quien tradicionalmente ha sido el anfitrión de la Fundación León XIII en este poblado.

En nuestro camino a la casa de don Joaquín encontré a varios niños de la escuela preescolar de ese lugar; sin temor me acerqué a tomarles fotos. No sé por cuántos minutos estuve con ellos. Lo que sé es que pude apreciar sus pequeños pies llenos de lodo, sus ropas desgastadas, sus manitas y los rostros quemados por el frío, algunos ni siquiera tenían un suéter. Eso sé que lo recodaré.

El llamado de su maestra hizo que se dispersaran y que, por unos momentos, me quedara sola; entré a la casa, la reunión estaba por comenzar.

Alfonso, Elizabeth y Marcelino iniciaron la reunión con el pase de lista y después hablaron a la comunidad de los beneficios que podría ofrecerles el mejorar sus técnicas de cultivo. Les ofrecían, de esa manera, un taller de cultivo de hortalizas en camellones para la producción en pequeña escala.

Don Joaquín alzó la mano y dijo que él prestaría su terreno. Señaló hacia dónde estaba. Un poco después, descendíamos por senderos que se han formado en las cañadas de esta región del estado por el paso de cientos de pies, algunos de ellos descalzos.

A pesar de la profundidad del descenso, no había escalones, no había pasamanos, sólo un par de árboles de café, plátano, desechos de plástico, nylon, un par de latas, basura y gallinas que, desesperadas, buscaban alimento entre la basura y la tierra.

Varios metros más abajo, tanto que el clima cambia, el terreno estaba lleno de trozos de madera, bagazo de plátano, latas, botellas de plástico, por lo que Alfonso, Elizabeth y Marcelino recordaron a las personas lo importante que es limpiar esa área antes de sembrar. Después, les recordaron lo importante que era utilizar abono orgánico y vigilar contra las posibles plagas que pudieran afectar los cultivos.

En cerca de tres horas, el equipo de Seguridad Alimentaria explicó a los habitantes de San Miguel que tipo de tierra tenían (arcillosa en su mayoría), por qué era importante usar abono orgánico para los cultivos, qué tipo de frutas y verduras podían sembrarse, cómo conservar los cultivos sin plagas y, finalmente, qué hacer para que el deslave producido por la no se lleve los cultivos.

Cerca de las tres de la tarde, comenzó a lloviznar. Frente a mi se alzaba la inmensidad de la pendiente de regreso. Era como subir alguna de las grandes pirámides de la cultura maya, pero sin escaleras. Subir un camino fangoso y resbaladizo que pondría a prueba—pensaba yo—mis dotes de equilibrista.

Sin embargo, detrás y delante de mi, varias señoras, algunas de ellas sin zapatos, algunas de ellas con niños en rebozos, algunas de ellas abuelas, subían, ágiles, elegantes, dignas. Pensé en sus necesidades, en sus capacidades y la manera en que, con muchas ganas de salir adelante, se enfrentaban a ese y otros obstáculos que las circunstancias en las que viven pusieron y olvidé mi cansancio.

Ascendí y pude ver, nuevamente, el ambiente devastado de la cañada, sucio con aguas contaminadas por los propios habitantes de San Miguel, así como la presencia inescapable de la basura. Al llegar a la casa, me senté, respiré y esperé.

El grupo descansó unos minutos y Alfonso preguntó por los niños de esa comunidad, pues los colaboradores del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (IMDOSOC), de las oficinas centrales de la Fundación León XIII, así como Julia Sánchez Miró, e Isabel Pérez Cano habían hecho llegar juguetes y dulces para entregarlos a los niños de las comunidades con las que trabaja el Centro de Desarrollo Comunitario de San Cristóbal de Las Casas.

Lo que siguió fue esperar a que los niños se reunieran. Repartir juguetes y dulces a los niños es una tarea fácil y sencilla, pero cuando son niños de una de las zonas más pobres del país, sin servicios básicos de salud, educación y vivienda, se vuelve una tarea del corazón, en la que el valor de una sonrisa, una mirada, un abrazo, un beso, es mucho mayor que cualquiera de los pequeños placeres de la vida en las grandes ciudades de nuestro país.

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Dos días después, el 15 de enero, nos volvemos a reunir a las 8:30 a las puertas del Centro de Desarrollo Comunitario para preparar una salida del personal del área de Economía Comunitaria. Ahora son Rosario y Cecilia mis compañeras en un viaje a la comunidad de Macvilhó en San Juan Chamula.

Nuevamente acudo como una testigo privilegiada, armada con una cámara de foto fija y una de vídeo, encargada de documentar los afanes, las dificultades y las esperanzas de la Fundación León XIII, sus colaboradores y las comunidades con las que trabaja.

La reunión fue en la casa de María Hernández López, líder del grupo de artesanas, una mujer que expresa como pocas los valores del ejercicio de la solidaridad entre mujeres en una región de México en la que ser mujer es una desventaja, casi una condena de por vida.

Rosario imparte un breve taller sobre las distintas formas de ahorro, mientras Cecilia anota las conclusiones a las que llegaban y que permitirán que las mujeres de Macvilhó cuenten con una caja de ahorro para enfrentar los gastos y las necesidades que tienen.

En Macvilhó el escenario es más desolador que en San Miguel. Nos reunimos en la azotea de la casa de doña María. El viento frío y la neblina entran a placer. Tanto que hay momentos en que es difícil ver a las mujeres que se encontraban al final del espacio que ocupamos en la azotea.

A pesar del clima, de la carencia de materiales didácticos y, en general, de condiciones para aprender, las mujeres participan con entusiasmo de los ejercicios que Rosario propone y al final todas están de acuerdo en crear una caja de ahorro.

Como en San Miguel, al finalizar el taller, esperamos a que los niños llegaran para que las compañeras entregaran los juguetes que habían llegado desde la Ciudad de México. Sin embargo, a diferencia de San Miguel, que cuenta con una escuela propia, era notoria la ausencia de los niños de algunas de las artesanas.

Las señoras comentaron que, por la lluvia y el frío, era posible que varios niños no llegaran, además de que otros más acudían a la escuela en Tentic. Macvilhó, por cierto, es una de las comunidades que registra las más bajas temperaturas en el municipio de San Juan Chamula.

Con los que llegaron, doña María formó una fila de niños y niñas para que pasaran por sus respectivos juguetes y dulces. Al tener cada uno sus juguetes, se retiraron de inmediato porque estaba nublado y llovía, ni el café, ni un atol de arroz pudo quitarles el frío que se sentía en ese lugar.

Al terminar la reunión en Macvilhó nos dirigimos rumbo a Tentic, donde muchos niños acuden a la escuela. La llegada a esta otra comunidad de Chamula no es fácil. Como en San Miguel, hay que bajar muchos cientos de metros en una pendiente continua, en un camino sinuoso y traicionero de terracería.

A pesar de la dificultad de las condiciones, los niños, felices, se acercaban a recibir sus regalos. Uno tras otro expresaban su alegría por el regalo que estaba en sus manos.

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Al terminar el día, de camino a San Cristóbal, miles de preguntas me atormentan: ¿Cómo no sorprenderse al ver a esos niños llenos de felicidad a pesar de las condiciones en las que viven? ¿Cómo ayudar a que salgan de esas circunstancias? ¿Cómo no ser parte de los que ignoran a esa población que puede morir, en cualquier momento, de gripe o tos o pulmonía?

Desde donde estoy, creo que lo menos que podemos hacer es sentir y ser conscientes de esta realidad paralela a la que yo y muchos otros hemos crecido.

Es necesario convivir al menos un par de minutos con los excluidos de los servicios de salud, educación, transporte, vivienda y, en general, de las comodidades a las que cualquiera de los que vivimos en la Ciudad de México, en Tuxtla Gutiérrez o en San Cristóbal estamos acostumbrados.

¿Cuándo vienes?


Texto y fotografías
de Joyce Ivett Jiménez Cabrera